JEIJITLER
Llegué a relacionarme con un viejecito alemán abuelo de una amiguita mía, yo iba a la casa de ella a estudiar y a jugar. Mi amiga se llamaba Carlota Vonasek, adoraba a su abuelo y lo llamaba grobater. Yo le decía: ¡JEIJITLER! porque cada vez que yo lo saludaba, me contestaba con esa palabra. Tenía yo nueve años aproximadamente, esa familia era muy rara y no se comportaban igual que nosotros, pero eran buenos y me querían. Además era la única niña del barrio que entraba a esa casa y que dejaban jugar con Carlota. Por ejemplo Carlotita no podía salir a hablar conmigo hasta que no se hubiera bañado, comido, lavado las manos, quitado la mesa y hubiese lavado y secado los platos. En mi casa no, yo me paraba de la mesa y salía corriendo para la calle a jugar y mi abuela era la que recogía y fregaba los platos. Atendía a mis amigos rápido y no los hacía esperar, pero en esa casa, cuando llegaba a veces tenía que esperar una hora en el patio, esperando a que Carlotita se desocupara. Fue en esos momentos cuando tuve la maravillosa oportunidad de entrar al taller del abuelo, que quedaba en una especie de sótano que él había cavado debajo de la casa. El techo del taller estaba hecho de madera y era precioso, se parecía al taller de San Nicolás, decorado con pinturas y adornos alemanes, el piso era de cemento verde y él le había hecho unos dibujos con cemento blanco que parecían ramos de rosas atadas con lazos. Allí JEIJITLER tenía una cama de hierro alta como una litera, y debajo de ésta tenía una mesa con todas las herramientas. Debajo de la mesa había una zanja donde cabía una persona acostada, era un sitio para esconderse. El abuelo hablaba muy poco y casi nadie lo conocía en el barrio, porque salía tres días a la semana a recoger cosas que la gente botaba a la basura; ventiladores viejos, cafeteras, artefactos eléctricos, planchas. El se iba caminado por las calles de las urbanizaciones donde vivían los ricos, pues la gente botaba las cosas en buen estado y él las arreglaba y se las vendía a los pobres y las que no podía vender las transformaba en juguetes.. Cuando Carlotita me encontraba hablando con su abuelo me decía:
-No le hagas mucho caso a mi abuelo, pues él está medio loco, así quedó de la guerra...
El abuelo hablaba muy poco pero como yo iba casi todos los días, lo saludaba con cariño y le pedía la bendición:
-¡Hola JEIJITLER, la bendición!
-¡gotsegnsí!- era la respuesta que me daba
Nunca he averiguado que quiere decir eso. Pero siempre pensé que me decía Dios te bendiga. El español del abuelo era casi incomprensible, pero yo le obligaba a contestarme pues lo acosaba a preguntas
-¡Jeijitler! ¿Qué es esto?
-Me contestaba:
-Erra un motorr de ventilatorr perro ahorra es una locomotorra, estoy haciendo vagons parra tren.
A mi me encantaba la jerigonza del abuelo. Tenía dos mesones en el cuarto, uno de madera y otro de hierro, muchas herramientas de trabajo y en el patio una bombona de gas y un soplete para soldar. Yo lo veía trabajar y me maravillaban las luces que brotaban de la soldadura. Imaginaba que allí era la mina de las luces de bengala; pero Jeijitler me reconvenía diciéndome:
-No ver llama, hacer daño ojos.
Una mañana me sorprendió con un regalo: había hecho para mí una pequeña máscara de metal con una ventanita de vidrio ahumado, para que yo lo observara cuando trabajaba y no me dañará lo ojos. Me la puse muy contenta al principio, pero después de un rato estaba fastidiada porque no podía ver las lucecitas y no veía el trabajo que hacía. Se lo hice saber y me dijo:
-Cuando llama apagar, entonces subir careta y ver como queda todo. El español del abuelo era gutural y su voz era muy ronca. Hablaba y arrastraba las erres y las vocales, los verbos eran en infinitivo como Tarzán. No usaba preposiciones; ni artículos, sólo palabras sin ningún conectivo, pero yo le entendía a las mil maravillas, el me contaba muchas cosas bellas de su Alemania, y otras desagradables acerca de la guerra, me contó que cuando tenía doce años fue llamado a formar filas en el ejército, de lo que él estaba muy orgulloso. También me dijo que allá todos eran niños y que era obligatorio formarse para servir a la patria y las niñas también eran adiestradas. En ésa época yo no sabía lo que era nazi. Sabía que los judíos habían matado a Jesucristo y mi abuelita me decía que eran malos, Jeijitler también contaba cosas tan terribles acerca de ellos que yo llegué a tenerles lástima y soñaba con los judíos, en mi mente los veía como a viejos, con los pelos ralos y muy pichirres, pues los únicos que yo había visto, era los que vendían cosas en el Silencio y los que salían en las estampas del catecismo de mi abuela.
Ella me iba señalando quién era cada quién y me decía:
-Este es Pilatos, fue un judío malo porque se lavó las manos, y dejó matar a Jesús.
De San Juan me decía que era un judío bueno, lo mismo que San José, San Pedro y de San Pablo que había sido un judío malo, pero que después se había vuelto bueno ¡Imagínate Judas que vendió a Jesús!
El abuelo Jeijitler me contaba, que ya grande, vio como le sacaban lo ojos a los judíos y como los metían en los cuartos llenos de gases para que se murieran y que eran tantos como hormigas.
Yo le preguntaba: Jeijitler ¿Por qué hacían eso?
- A mi me enseñaron que debíamos buscar la perfección y había que eliminar a las razas inferiores y que los judíos eran una amenaza para mi país.
Una mañana, yo estaba viendo al abuelo construir un trencito eléctrico y de repente pasaron por encima de la casa unos aviones Sabra haciendo maniobras para el desfile del cinco de julio. En un vuelo bajo, rasante, el viejo abrió los ojos desorbitadamente y me agarró por un brazo, como loco y me llevó corriendo para el cuarto y me metió en el sótano y cerró una especie de escotilla y se metió conmigo debajo de la cama, y me decía bajito:
-¡Calla, calla! Venir bomba, ¡Calla! ¡Calla!
Yo me quedé callada, pero muerta de miedo, porque me acordaba de lo que me había dicho Carlota, de que su abuelo estaba loco.
Transcurrió más de una hora, hasta que el viejo recuperó la calma y me dijo que saliera de allí y que me fuera para mi casa, Volvieron a pasar los aviones y se fue otra vez para el sótano. Como me acordé de Jeijitler. Hoy en la madrugada oí aterrada los aviones en vuelo bajo, estaba segura de oír la voz de Jeijitler:
-¡Calla, Calla, que viene bomba!
Como deseé tener su sótano para esconderme.
Después crecí, no volví más a diario a la casa del viejo, pero en cada Navidad iba a saludarlo y el me recordaba con cariño y siempre me tenía un regalo hecho por sus propias manos. Él hacía un enorme nacimiento mecánico donde todas las figuras tenían movimiento. La última Navidad que fui a verlo me regaló un muñeco que representaba a un zapaterito. Era de metal, el bracito se movía con cuerda y con el aire, en la mano tenía un martillito y parecía que estaba clavando una tachuela en la suela del zapatito. Hacia un tic-tac parecido al de un reloj.
Una noche, bien tarde se armó un alboroto en la cuadra, todos los vecinos nos asomamos a las puertas y ventanas de las casas, Yo tenía quince años y desde la ventana de mi casa contemplé extrañada, como un grupo de hombres vestidos con largos abrigos negros muy raros, sacaban a Jeijitler de su casa, y lo metieron en una limosina negra, el viejo Romero, le dijo a mi mamá:
-Son los judíos caza-nazis, se lo llevan para juzgarlo.
Yo no sabía nada de eso, pero lloré tanto pues intuí que jamás volvería a ver a Jeijitler. Cuando llegué a mi cuarto a acostarme de nuevo, el zapaterito que estaba sobre mi mesita de noche, martillaba como enloquecido la suelita del zapato. A la mañana siguiente contaron los vecinos, que Jeijitler se había envenenado en una embajada unas horas después que lo sacaron de la casa. Hoy que conozco la historia quisiera poder odiar a este nazi, ¿Pero cómo?, ¡Si lo amé tanto...!.
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