EL TRANVÍA
Como tenía el pelo bastante largo, mi mamá me peinaba con dos crinejas que me adornaba con dos hermosos lazos. Pero eso era mi mayor tormento pues cuando mi mamá me castigaba; me halaba por una crineja como si fuera la cadenita que halaba el colector del Tranvía para contar a los pasajeros.
¡Ay el tranvía! ¡Que de recuerdos vienen a mi memoria! Vienen como centellazos pues se me escapan detalles, quizá porque estaba muy pequeña y se me han ido borrando, pero les voy a relatar de los que me acuerdo. Mi mamá me llevaba a pasear o a comprar ropa para el centro de Caracas y cogíamos un autobús hasta El Silencio, ahí uno agarraba el tranvía que lo llevaba a uno para los alrededores de la Plaza Bolívar, para San José y La Pastora y a la entrada de la Avenida El Cementerio de Caracas. Éste era una especie de autobús de madera, con las ventanas abiertas, en el techo tenía unos ganchos que se deslizaban por un cable que echaba chispas y se movía en unos rieles de acero, era como un pequeño tren. Uno iba entrando y el colector que cobraba marcaba el número que quedaba registrado en una caja, que parecía un medidor de luz, pero más grande, lo halaba con una cadenita.
Era un espectáculo de buen gusto viajar en el tranvía, ahí las personas que se subían no hablaban a gritos como en los autobuses. La gente que se montaba iba muy bien vestida, las mujeres y los hombres usaban sombreros, las damas guantes y los hombres bastones, se vestían con el flux, la corbata, los zapatos y el sombrero del mismo color, las mujeres también se combinaban muy bien. Había unos hombres que se vestían con la ropa pegadita al cuerpo, una corbata de lacito, un sombrero de pajilla, los zapatos de dos colores y un bastón muy fino, eran llamados “patiquines”.
Creo que éramos las únicas pobres que nos subíamos al tranvía, pero no lo parecíamos porque mi mamá se vestía muy bien y a mí también me vestía bien, ella compraba muy barato en las tiendas de El Silencio, los vestidos finos que empolvados y arrugados, estaban expuestos mucho tiempo en las vidrieras y les pegaba sol, luego los lavaba y los planchaba y quedaban como nuevos. Los zapatos los compraba en una tienda que se llamaba “El Baúl de los recuerdos” pasados de moda pero muy finos, ella me decía que se vestía clásica y eso nunca pasa de moda. Ella sabía mucho de eso porque a veces trabajaba como modelo en la “Peletería Alaska” y allí le enseñaban muchas cosas.
El caso es que en uno de esos paseos, subió al tranvía un señor muy buenmozo y elegante y se paró al lado mío y cuando me fui a bajar, la pluma fuente de oro que cargaba el señor en el bolsillo, se le enredó en una crineja mía, ni mamá ni yo nos dimos cuenta. Nos bajamos y fue cuando mi mamá vio la pluma, y me dijo toda nerviosa:
-¿De quién es esa pluma? Y me la despegó de la crineja y me la enseñó.
-Le dije, yo se la vi a un señor que se me paró al lado en el tranvía.
-¿Si lo vuelves a ver lo reconoces?
-Claro, era alto, blanco, y estaba vestido todo de gris, usa una corbata roja.
-¡Vamos a apurarnos hasta la otra parada del tranvía para ver si lo alcanzamos y devolverle su pluma!
-Empezamos a correr detrás del tranvía y cuando paró yo me subí rapidito, pero como no bajó nadie, no le dio tiempo a mi mamá de montarse conmigo, yo llevaba la pluma en la mano y reconocí al señor dueño de la pluma y se la devolví y le expliqué lo que había sucedido. Él me dijo que no se había dado cuenta y que estaba muy agradecido porque se la había devuelto, me ofreció cinco bolívares como premio, pero le dije que iba a llamar a mi mamá, fue cuando me di cuenta que mi mamá no estaba en el tranvía y me puse a llorar a moco suelto. El señor me preguntó que dónde estaba mi mamá y le dije que no sabía que yo creía que había subido detrás de mí, pero no fue así, entonces en la próxima parada el señor se bajó conmigo y empezamos a caminar en sentido contrario a la dirección que llevaba el tranvía, él me llevaba de la mano y caminamos rapidito como cinco o seis cuadras. Allí en la parada anterior estaba mi mamá llorando porque creía que yo me había perdido. El señor se mostró muy amable e invitó a mi mamá a tomarse un café y a mí un helado, pero mi mamá no aceptó porque era un desconocido, el señor se presentó y nos dijo:
-Yo soy Gustavo Machado- mi mamá le preguntó bajito: ¿El comunista?
-Sí señora el mismo. Mi mamá le contó que mi papá también era comunista y que él lo nombraba mucho, le preguntó el nombre de mi papá y al decírselo le contestó que era muy amigo de él y entonces mi mamá aceptó la invitación y los cinco bolívares que me dio el señor.
Recuerdo que en el centro de Caracas, los cruces de peatones estaban sembrados de unos círculos de un metal como aluminio, abombados y tenían escrito alrededor: “Ponche crema, único de Eliodoro González P. A mi encantaba saltar sobre cada uno de ellos, como si fueran piedras de un río y mi mamá me lo permitía y me llevaba tomada de la mano, hasta que acabábamos de cruzar la avenida.
No recuerdo donde tomábamos el tranvía de regreso, pero todavía siento aquella brisa friíta del atardecer de Caracas, que me daba en la cara, atravesábamos media ciudad hasta que llegábamos a la Roca Tarpeya, donde estaba la boca del túnel que nos conduciría a El Cementerio. A este túnel le tenía pánico, porque tenía muy poca luz y a veces se iba por completo, apretaba los ojos y esperaba la media hora que me parecía un siglo, hasta que llegábamos al final. Era sencillamente pavoroso para mí, pero era más rápido que el autobús. De allá para acá si se montaba gente pobre que venían de sus trabajos y conversaban y formaban un bochinche en el túnel, en la oscuridad. Ese mal rato se me olvidaba por completo, recordando todo lo bonito que me había pasado en el día.
Lástima que haya olvidado tantas cosas que viví en esa Caracas tan hermosa y ciudadana
No hay comentarios:
Publicar un comentario