
Érase una vez un niño poeta que vivía en frente de un jardín público.
Todas las mañanas, antes de asomar el sol, salía de su casa con paso vacilante a sorber el rocío de la aurora depositado en las suaves corolas de las rosas. Les hablaba con cariño, las bendecía. El niño poeta y las flores parecía que se hinchaban de ternura, provocando que el ambiente se llenara de ricos aromas en la inmensa salida del sol.
Por años, el niño estuvo haciendo esta ceremonia matutina, hasta notar que cada vez tenía que agacharse más para poder besar las rosas. Fue así como el niño poeta creció de la mano de las flores. Un día una niña, al verlo entre los rosales, le preguntó a su abuela:
-¿Mamá abuela, por que ese joven hace eso?
-Mi amor, son cosas de los ciegos.-
El niño poeta se pinchó con una espina y, por primera vez, se dio cuenta que era invidente. Sintió que el no veía igual que la otra gente, pero no le importó mucho.
-No puedo ver, pero puedo amar, sentir y apreciar la bondad y la belleza. Captar el aroma de las flores, el canto de los pájaros y, además, he crecido de la mano de las flores Se dijo el niño poeta, con paz en su corazón..
¡Y colorín colorao este cuento se ha acabao!
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