1,- Mi papagayo volantón alegría de mi corazón
Gladys Laporte
Estaba haciendo una
brisa fuerte papagayera; de esas que hacen correr como ovejas perseguidas por
el lobo a las nubes. Nosotros los muchachitos del barrio, siete en
total, entre nueve y doce años de edad, estábamos de lo más entusiasmados
afanados terminando nuestros papagayos para echarlos a volar al cielo; sentados
en el piso de cemento de la gran casa de la abuela Toña. Una gran casa colonial
venida a menos, que todavía daba
muestras de su antigua prestancia y señorío. La llamaban La Pollera porque allí
aún se venden pollos, palomas, gallinas, patos, pavos y gallos de pelea, lo que
otrora fue un negocio muy rentable, pero al morir el abuelo y ponerse vieja la
abuela, se vino abajo nos fuimos comiendo las aves para subsistir y apenas la abuela vendía los huevos y pichones
de palomas, lo que nos salvaba eran las siembras de los campesinos arrendados,
que nos pagaban con frutos del campo.
El cerro cercano
mostraba su bizarra cabeza, de un airoso verdiazul con visos morados; en la
alegre tarde de octubre alborotada por la risa festiva y la conversa animada de
los carajitos; le afeaba un poco una peladura que cual calva de misionero
franciscano, se mostraba humilde y avergonzada ante tanto verdor que la
circundaba. Ese pelado se lo habían hecho los campesinos que vivían al otro lado
de la barranca, bravos porque los terratenientes, les habían ido quitando sus
tierritas poco a poco y los habían sumido en la miseria, como protesta por este
hecho le prendieron candela al cerro y que para sembrar allí. Pero no contaron
con el viento traidor, que amenazó con quemar toda la serranía. El alcalde contrató a todos los hombres de la
población para que fueran a abrir
cortafuegos con todo lo que tuvieran
a mano; y vimos desfilar hombres con picos, chícoras, hachas y
escardillas. Gracias a Dios que lograron controlarlo y no pasó de un gran
susto. El alcalde no dejó que los campesinos sembraran allí y solo les ofreció que se vinieran a vivir en un terreno baldío a las afueras del
pueblo donde les daría madera y zinc, para que hicieran los ranchos y les daría
como trabajo barrer las calles y podar los árboles de las avenidas.
A todas éstas el viento
seguía retozando, levantando el polvero en el patio y los caminos aledaños a la casa; que se abrían en
una enorme doble ye. Sé que por uno de esos senderos se fue mi
madre, yo solo tenía cuatro años, pero
recuerdo muy bien, a la muchacha, vestida de rojo que me besó fuerte en la mejilla, que todavía me ardía y
me dio la bendición. Lo que no recuerdo bien es por cuál de ellos partió.
De repente y sin que
nadie lo esperara, se desgajó un sorpresivo chaparrón. Con unos enormes
goterones tan grandes y tristes como si una niña solitaria estuviera llorando,
esperando a la madre que nunca vino a buscarla
y este aguacero apareció a quitarnos la alegría mojando los papagayos
que teníamos tirados en el piso, rápidamente los recogimos y los llevamos al
corredor de la casa, donde la abuela
había mandado a sacar una gran mesa para que pusiéramos a secar las
cometas. Seguimos lentamente y sin mucho ánimo culminando nuestra labor. Así
como llegó, así se fue el chubasco y volvió el viento y la carrera de nubes y volvió a brillar el sol
que reflejaba sus rayos en pocitos de oro que se formaron en los huequitos del patio con
el agua. Colocamos las colas y las atarrayas, porque la lucha iba a ser a
muerte, el que cortara más hilos, y dejara los papagayos a la isla, sería el
ganador. A mí personalmente no me gustaba jugar así. Cuando yo construía un
papagayo lo adoraba y quería que me
durara para siempre; pero se había lanzado a la suerte y se dio la competencia
y yo no me iba a rajar, tenía que asumirla con valor.
Al fin sacamos los papagayos
y nos dimos cuenta que todos estaban adornados con nubecitas blancas, que
habían hecho los goterones en la seda del papel, varios niños protestaron, pero
a mí me gustaron las manchitas en el azul y rojo de mi volantín.
A eso de las cuatro de la tarde, mi papagayo cogió vuelo y yo corrí,
corrí y corrí desaforada por esa sabana y la cometa alta, alta, muy alta, casi tocando el cielo y
bien lejos de los otros que se encontraban enredados con las atarrayas. Tanto
corrí y el viento era tan fuerte que creí
que me elevaba por los aires, sentí que el corazón se me salía, no por la boca,
sino por la coronilla, veía estrellitas de
todos los colores y tenía un dolor en la boca del estómago, al fin caí
rendida al suelo, pero me volteé boca
arriba y seguía ajilando mi papagayo, que retozón y volantón se mantenía
incólume. Estaba completamente sola y bien lejos de la casa y de los otros
muchachos. Me sentía débil, pero comencé a respirar poco a poco, profundo y me
fue pasando el sofocón. El viento y la cometa estaban rebuenos, a ratos se perdía
entre las nubes y me di cuenta que mi papagayo llegó a las patas de la silla de
papa Dios, quizás hasta le tocaría los pies y había logrado llevarse
todas mis tristuras.
Cuando al fin pude
levantarme y respirar tranquila, no bajé mi papagayo, sino que me devolví agilándolo y al llegar
cerca de la casa corté el hilo y lo dejé ir a la libertad, que cogiera camino,
que se fuera lejos, yo tenía una alegría tan grande en el alma que no me cabía
en el cuerpo y salía por mis encandeladas mejillas, hice el último esfuerzo y
entré corriendo a la cocina donde se
encontraba mi abuela; que no salía de ella nunca, allí pasaba los días haciendo
dulces y ricos potajes; en el fogón de leña que tanto le encantaba, creo que
ella estaba siempre allí porque podía
llorar todo el tiempo y nadie se daría
cuenta. La abracé como loca, la apreté fuerte, agarré aquella carita llorosa
por el humo y besé cada arruguita de su surcada frente; pero ella no lloraba
por el humo, estaba sollozando de pena.
-Abuelita ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? le pregunté.
-Fue el viento mi amor,
fue el viento que me trajo ingratos recuerdos, anda a bañarte para que vengas a cenar, ya van a
ser las seis de la tarde. Canelita, acompaña a
Margarita al jagüey para que se bañe y llévate el jabón azul y el
estropajo, la restriegas bien, huele a zorro mojado y por lo que se ve caminó
más que cochino chiquito.
Ya en el jagúey el agua estaba friíta y yo completamente
desnuda bañándome y la criada Canelita restregándome, en una de esas se me
ocurrió preguntarle:
_Canela. ¿Por qué
lloraba mi abuela?
-No estoy segura, pero,
esta tarde como a las cinco llegó Ramón el cartero y le trajo una carta a tu
abuela y creo que eran malas noticias. Solo repetía llorando: pobre niña, pobre
niña, pero no entendimos nada las que estábamos allí, Ña Toña no soltó prenda.
Yo dormía en la misma
alcoba de mi abuela, en una cama chiquita., colocada al lado de la cama matrimonial; que parecía
de museo, allí se murió el abuelo y yo
siempre lo veía ahí como quedó; tieso y con la boca y los ojos abiertos,
espantoso, yo lo quería pero le tenía miedo, él siempre me sacaba el cuerpo y
nunca quiso que comiera en la mesa del
comedor junto a él. No sé qué misterio
había conmigo.
Mi abuelita me mandaba
a dormir a las nueve de la noche, pero ella se acostaba con Canelita y Varsovia (eran las empleadas más antiguas
de la casa, Canelita tenía unos cuarenta años
y Varsovia como sesenta, la
abuela ya rondaba los ochenta) a las doce de la noche después de rezar el rosario. Esto era un
sufrimiento para mí, solo me dormía cuando llegaba mi nana a acostarse,
porque tenía mucho miedo de ver el
fantasma del abuelo a la luz de la
veladora, que alumbraba al Cristo que estaba en la pared sobre la cabecera de
la cama de mi abuelita.
Una mañana como a las
once, mi abuela le dijo a Canelita:
-Canela, vamos al río,
para sacarle los piojos a esta niña, pues nos va a cundir a todas y así aprovechan tú y las muchachas de
lavarle el culo a las ollas y calderos
que ya dan vergüenza de lo negros que lo tienen.
Preparamos un picnic
con muchas sabrosuras de las que hacía
mi nona, para pasar el mediodía en el río todo iba en potes de vidrio
(aún no existía el plástico) y ollitas
de peltre, en una gran cesta que llevaban Matilia y Azucarita las dos ahijadas
criadas de mi abuela, yo llevaba la bolsa con mi paño, el estropajo, el jabón, el aceite de coco, el peinito de
hierro para sacar las liendras y el polvojuán pa matar los piojos. Emprendimos
la gira y en el camino nos conseguimos con
doña Claudia, la lavandera del pueblo, quien era muy amiga de mi abuela y me tenía mucho
cariño, era como una abuela más para mí, ella me abrazaba y me besaba con tanto
amor y yo la quería mucho, me pasó la mano por la cabeza y enseguida le dijo a
mi abuela:
-Ta linda la carajita
doña Toña. Qué dirían sus padres si la
vieran. Mi abuela le hizo una seña para que se callara y le peló los ojos para
que yo no me diera cuenta de lo que había dicho la nona Claudia, pero yo lo
capté al instante, no dije nada,
pero guardé esto en mi corazón, ya
sabría qué hacer con eso.
Ya en el sitio nos
pusimos las batolas de baño, y mi abuela se sentó en la gran piedra blanca a la
orilla del río y metió mi cabellera; que me llegaba a la cintura dentro del
agua y comenzó a echarme aceite de coco y polvojuán y a darme peine en esa
cabeza, los piojos que caían en la piedra mi abuela los aplastaba con las
uñas y las liendras me las iba sacando
una por una. Después que mi abuela me hubo despiojado, le dije:
-Ahora te toca a ti
- ¿A mí? Dijo mi abuela
riendo. Todavía no tengo piojos, ni Dios lo quiera
-Piojos no, pero si te
voy a lavar esas arrugas llenas de hollín y raspillo de arepa, para limpiarte
esa cara que tienes como el culo de las ollas, todo ese rayero negro. Mi abuela
se acostó en la piedra y puso la cara para el lado del agua, yo agarré el estropajo y un montoncito de arena fina, el
jabón azul y comencé a lavarle, arruga
por arruga( como vi que hacían las
muchachas con las ollas) a esa carita
tierna y hermosa, que había sido blanca como una torta de casabe y redondita
como la luna, uno por uno los surcos ennegrecidos iban quedando limpiecitos y
rojitos en las manos de la nieta cosmetóloga, a ratos mi abuelita se quejaba
-¡No tan duro, que me
arde! ¡ ayayay!
-No seas ñonga abuela.
Ya vas a ver cómo va a quedar tu cara brillante, como el culo de las ollas
limpias ja ja ja.
A las cuatro de la
tarde mi abuelita tenía la cara roja como un camarón hervido y sele hinchó de
una manera monstruosa, así paso cuatro semanas, pero después le quedó esa cara lisita como nalga de
carajito. Mi abuela me consentía tanto,
que como yo lloraba todos los días por lo que le había hecho. Ella me decía:
-No llores mi nietecita
adorada, que tu lo hiciste con la mejor intención. Ya me mejoré y me dejaste
jovencita otra vez,
-Bueno abuela ahora no
te metas tanto en el fogón para que no se te vuelva a echar a perder. Ahora mi
abuela jugaba más conmigo, hablaba y me contaba
cosas de mi mamá y de mi papá. Yo le preguntaba. Cómo eran y ella me
decía:
Tu papá era marrón,
alto y fuerte, tenía como dieciocho años
cuando naciste y tu mamá, mi hija
era bella, blanca como la nieve y tenía
alas en la espalda, era un angelote, por eso tú eres tan bonita. Pero la que
sabía todo era Ña Claudia, a esa era
quien yo quería confesar, el día estaba lejos, porque ya venía su cumpleaños y
ella lo celebraba a todo dar con mondongo, parrilla y cerveza para sus amigos y
acostumbraba emborracharse y entonces lloraba y echaba para afuera todas sus
penas, mi abuela decía que hablaba disparates. Yo estaba invitada y mi abuelita
le preparó una torta y un quesillo de piña, al final no pudo ir porque le dolían mucho las rodillas, pero me dio
permiso de ir con Canelita.
Llegamos a la casa de Ña Claudia, que resplandecía de
limpia y el patio adornado con guirnaldas de flores de bellísima blancas y
rosadas , en un rincón estaba la hombrería
y en la otra el mujerío, los
niños corrían en el patio. Cuando llegué
ya la señora estaba borracha, por allá dentro sonaba un arpa, que la
estaban afinando y un cantador ensayaba el buche y las maracas. Pronto sonaría
el joropo y se prendería la fiesta. Ña Claudia dijo que quedaban en su casa,
coman y beban lo que quieran, me voy a recostar un ratico, me duéle la cabeza y
me jaló por una mano para dentro del cuarto de ella. Canelita se quedó haciendo
cebo, con el caporal de la hacienda de
los Risques y yo me le escabullí.
Ña Claudia me hizo sentar a su lado en el gran catre que le
servía de cama y me entregó en las manos un álbum de fotos. Diciéndome:
-No lo veas todavía,
velo mañana o pasado mañana, escúchame atentamente, yo soy la mamá de tu papá,
soy por lo tanto tu abuela paterna, tu mamá, Juanahilda, se escapó con mi hijo
Tiburcio, y te tuvieron a ti, luego tu mamá quedó enferma y tu papá te trajo a mí
para que te cuidara, pero yo no podía mantenerte y te entregué a tus abuelos
para que te criaran, tu mamá vino a verte cuando cumpliste cuatro años y
prometió venir a buscarte cuando estuviera mejor. Tu papá se la llevó al
extranjero para curarle el mal que tenía en la espalda, que era una joroba de
manteca muy grande que la iba matando poco a poco, la trataron de operar para
quitársela pero murió en la operación,
la semana pasada tu papá se vino después de ocho años en el exterior y el avión
en que venía se cayó al mar, así mi amor querido, mi nieta bella, es que eres
huérfana de padre y madre, sólo nos tienes a tu abuelita toña y a mí. Aquí en
esta caja está un dinero que estuve reuniendo
desde hace mucho tiempo para dártelo y ya llegó la hora. Tómalo y dáselo
a tu abuelita, que te lo guarde para cuando estés más grande, yo me siento muy mal y creo que esta
va a ser mi última fiesta. Te he querido mucho, pero no podía ir a tu casa, por
el viejo ese de Don Romualdo que no me quería ver ni en pintura, porque mi hijo
le llevó ja, en vez de estar agradecido porque le hizo el favor a esa pobre
muchacha tullida y entelerida que nadie se iba a casar con ella con esa petaca
que tenía en el lomo. Ahora vete pa tu casa que me voy a acostar, me despide de
ÑaToña-Mi querida Ña Claudia murió esa noche en pleno jolgorio y yo me sentía
rica y complacida a mis trece floridos años,
no conocí a mis padres, por lo tanto no tenía ningún sentimiento de amor hacia ellos
(nadie me lo inculcó) solo esperaba que me vinieran a buscar algún día. Estaba
triste por la muerte de mi abuela
Claudia pero muy contenta con el dinero
que me dio, porque así podría ayudar a mi abuelita Toña, que ya se estaba
quedando limpia. Ella mandó a llamar al notario e hizo el testamento, todo me
lo dejó a mí, menos la casita y el huerto de las muchachas que se las dejó a
ellas con la obligación de cuidarme hasta que yo fuera mayor de edad.
Hoy es mi cumpleaños número quince y no estoy
contenta, me está matando la tristura, hace seis días se murió mi abuela Toña,
pero es octubre y hace un viento papagayero,
ya me voy a hacer un papagayo
volantón que se lleve mis tristuras y me alegre el corazón.GLADYS LAPORTE
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