SERIE DE CUENTOS DE MARGARITA LADEVILLE DE MONTALBÁN
Gladys Laporte
LA MUDANZA
Como verás mi niña adorada estos cuentos de hoy los escribí para ustedes mis amados nietecitos, con retazos de vida real y un tanto de fantasía para que quede en vuestras memorias las aventuras de una niñita traviesa como ustedes, a quien le tocó vivir en una época determinada y en la ciudad de Caracas. Aquí les narro con un poco de añoranza y picardía las peripecias que durante varios años le sucedieron. Hoy vivo en un apartamento: En “un agujero en el aire”; como decía mi abuelita, el techo; es el piso de la gente de arriba, el piso, es el techo de la gente de abajo, las paredes laterales son de la gente de los lados y las paredes de adelante y la de atrás son bienes comunitarios, ¿Entonces qué queda?: “Un agujero en el aire.”
Haciendo un viaje retrospectivo en el tiempo recuerdo que “mi familia fue una de las primeras que habitó uno de esos “huecos en el aire”, uno de esos “barrios paraos”, ya que el hijo mayor de mi abuela hizo el servicio militar en el batallón de ingeniería del ejército y de allí salió ingeniero-arquitecto-constructor; empírico si, pero muy bueno. El levantó una edificación que aún permanece en pie, después de más de sesenta años de construida y fue el primero que se construyó en la Prolongación de Los Rosales. Edificio “sui géneris”ya que las habitaciones de dormir los inquilinos, se encontraban distribuidas en los cuatro pisos, a los cuales se llegaba a través de largos y oscuros pasillos, estrechas y empinadas escaleras. Esta era la residencia Paúl Velarde, que albergaba alrededor de dieciséis familias.
En la planta baja, vivíamos nosotros, por ser familiares del dueño, en la entrada un gran salón donde cada familia podía colocar un pequeño juego de muebles para recibir. Había juegos de paleta, de fumoir y hasta cuatro silletas de cuero que eran de los barquisimetanos En el centro un gran patio encementado con varios porrones con matas. A la derecha estaban las habitaciones nuestras y las de tres familias que vivían al lado, la primera era de la señorita Graciosa Pérez “la espiritista”, la segunda de la señora Dolores de Peña “la bruja”, la tercera de mi tío con su esposa. El ocupaba dos habitaciones porque tenía la cocina y el comedor aparte de los demás, una habitación para dormir arriba, privilegio por ser el dueño.
En el primer piso también vivía un isleño con toda su familia; era constructor, el señor Tobías quien ayudó a mi tío Paúl a construir la casa de nosotros también. Después venía la habitación matrimonial de mi papá y mi mamá. Luego una habitación pequeña que ocupábamos mi abuelita, mi tío Tiberio y yo, detrás de la nuestra y ocupando una parte de la cocina habían construido una habitación improvisada con unas láminas de cartón piedra, albergaba a una familia que había llegado de improviso del interior y eran parientes de los barquisimetanos. Muchas de estas personas se mudaron luego al mismo barrio y estuvimos conviviendo alrededor de treinta años, juntos otra vez; cada uno en su casa, como si fuéramos familia. A continuación se encontraban la cocina y el comedor comunitario que era un verdadero salón de estar; ya que allí compartíamos la vida todos los habitantes de la casa. Cada familia tenía su ladito para colocar su cocina y su platera. Saliendo por una puerta hacia el patio trasero estaban las bateas, los baños para bañarse, las poncheras para fregar las ollas y los platos, los excusados con su poceta, sin agua corriente, las láminas de zinc donde las mujeres embostaban y asoleaban la ropa, las cercas de alambres de púas donde se colgaba la ropa a secar y los pipotes para almacenar el agua; con el nombre del dueño en cada uno. Al final había un patio donde convivían juntas aves de corral, gallinas, pavos, codornices, también estaba un palomar, los gatos y perros de todos los convecinos, hasta un chigüire, del señor Tortosa que era el vecino de la casa de al lado, como no tenía corral mi tío le había prestado un ladito y un lindo chivito que le habían traído de Lara a los barquisimetanos, además, cada año mi tío traía de Montalbán; en octubre, dos cochinitos que se engordaban hasta diciembre con las sobras que recogían los vecinos en una lata de manteca Los Tres Cochinitos y de las demás aguas del fregadero; uno para las hallacas y los perniles de las fiestas navideñas y el otro que mi abuela vendía para comprarse los estrenos y hacer los regalos de Diciembre.
Estos detalles los tengo presentes en mi memoria, como si los estuviera viendo hoy, ya que en esa época de mi vida, fui tan feliz, que dudo que persona alguna haya pasado una infancia tan plena, divertida, variada, llena de amor y ternura, como la que yo viví en ese gran “casa de vecindad”.
Yo le tenía pavor a mi tío Paúl y mi abuela le temblaba como una palomita asustada, ya que él era un pequeño dictador en su imperio. Era altísimo, blanco, de pelo muy negro, buenmozo, como de unos cuarenta años. Mi tío Tiberio, quien era su hermano menor, lo desafiaba, tenía como dieciséis años, en esta época y le gustaba torear novillos; a veces se iba para Barquisimeto o Maracay a torear. Mi tío Tiberio entrenó con los famosos toreros Hermanos Girón, yo los conocí a todos cuando eran jovencitos.
De mi mamá no me acuerdo, sé que vivía en esa pieza porque mi abuela me lo decía. Una vez me dijo que en ese cuarto estaba mi mamá, iba a parir a mi hermanita, pero sinceramente, no recuerdo a mi mamá en esta época para nada, si retrocedo en el tiempo me encuentro en el patio del corral jugando con una muñeca negra de trapo que me dio mi abuela, ella me quería tanto, que yo no necesitaba a más nadie, a mi papá tampoco lo recuerdo, yo no sufría, era completamente feliz, sólo empañaban mi dicha, el miedo al tío Paúl Velarde, la curiosidad por Graciosa “la espiritista” y el pavor a la vieja Dolores Peña, “la bruja”, pero como no pasaba para ese lado de la casa, no tenía por qué preocuparme mucho, la esposa de mi tío Paúl, era muy pretenciosa y se sentía humillada, porqué tenía que convivir con la chusma, ella me tenía ojeriza y siempre me estaba empujando a regar las matas, yo no la quería, porque una vez que llegó a lavar, tiró mi muñeca para el techo del baño y nunca la pude bajar, no podía decirle a nadie porque no me creerían. Un año después, se cayó el techo del bañito y mi muñeca estaba toda rota, desvaída y abombada por el agua de lluvia. Esto era lo único desagradable, porque en la casa se vivía en un ambiente festivo constante. A los inquilinos los visitaban personas, que venían de Barquisimeto, Maracaibo, Coro y otras poblaciones. Traían noticias y anécdotas de sus familiares que nos hacían reír y gozar. Los niños no podíamos participar en las conversaciones de los mayores, pero oíamos allí en nuestra mesa con la cartilla de Mantilla por delante.
Entre otras personas, había un señor que era agente viajero, se llamaba Chadaviz, quien traía historias de todos los sitios que recorría, como si fuera un Indiana Jones, de hoy en día, nos contaba que en Guayana, había visto el diamante más grande del mundo, como un huevo de avestruz, que en Ciudad Bolívar uno cambiaba azúcar por oro; una vez me trajo un anillito de oro cochano con una esmeraldita como centro de una florecita; me dijo:
Cuídala porque es muy cara, me costó cinco bolívares.
Mi abuela le encargó unos zarcillos iguales para mi próximo cumpleaños. Nos contó que pasando el Río Orinoco, al barco donde viajaban lo había atacado una banda de caimanes tan grandes como el camión cisterna que nos llevaba el agua; imagínense que niño, no hubiera amado como yo a Chadaviz, en esa época que no había televisión ni Power Ranger.
Tres veces al año; para hacerse un tratamiento en la Clínica Attías, venían de Barquisimeto los Dorantes, la Señora Aurora y el señor Raúl, la señora no podía tener hijos; desde el apellido eran bellos, además tenían un hermoso Plymouth verde, en el que a veces llevaban a pasear a la bandada de chiquillos que habitábamos la vecindad. La Señora Dorantes era amiga íntima de mi abuela; le traía queso de bola, dulce de leche, trozos de chivo salado y unos dulces de almendras envueltos en trocitos de caramelo, que llamaban abrillantados, a mi no me gustaban, yo se los regalaba a los hijos del compadre Esteban que eran huérfanos de madre, pero tenían la madrastra más buena del mundo, creo, que ni su propia madre los hubiera querido tanto. La comadre María quién nos enseñaba a leer en la cartilla de Mantilla y en el Libro Primero de Santiago Schnell: ESE. O = SO _ P. A = PA= SOPA, cantábamos los seis chiquillos en coro, yo lo decía de memoria, porque solo aprendí a leer a los ocho años cuando ya estaba en el segundo grado. Pedrito el hijo mayor, con una voz muy ronca para su edad repetía:
-PAPÁ ES UN SAPO, SI, PAPÁ ES UN SAPO.
Y las mujeres que estaban cocinando o moliendo el maíz para las arepas se desternillaban de la risa, todos repetíamos coreando la lección:
“SÍ, PAPÁ ES UN SAPO”. Y debía leerse correctamente: Sí papá, es un sapo.
La segunda vez que incursioné con la Cartilla de Mantilla, fue cuando ya viviendo en los Totumos mi mamá me puso a aprender las primeras letras con una señorita vieja de nombre Ana Pacheco quien era negrita, gordita bonita aún y muy graciosa, siempre estaba arregladita y se peinaba la cabeza como con veinte crinejitas apretaditas, llenas de lacitos de cinta blanca. Allí iba por las tardes, de tres a cinco, la maestra me daba un ratico de clases y después me pedía que le sacara los piojos de su gran chicharronera negra, que cuando se soltaba las crinejitas, parecía un paraguas de cura, abierto.
A los niños nos alimentaban con leche fresca de vaca, queso nuevo, huevos criollos del día, plátanos y cambures del corral de la casa, arepas de maíz pilao, pollos y gallinas criados en casa.
Cuando escribo un cuento corro por toda la casa detrás de mi hijo y de mi esposo leyéndoles las narraciones para que me digan como se oye y corregirlas. Al hacerle el relato anterior a mi hijo me hizo la siguiente acotación:
-Mamá, pero no haces alusión alguna al verdor de los campos o al olor de la campiña.
-¡Pero muchacho bolsa! ¡Que campos ni que campiña del carrizo, si esto es Caracas!
-¿De verdad mamá?
-¡Claro; es la Caracas de mil novecientos cuarenta y ocho!
-¡Ah!
Sigo leyéndole.- SI, MI PAPÁ ES UN SAPO... era como una salmodia tres veces al día, parecía una letanía.
Ninguna de las mujeres nos corregía sino que se reían todas y se veían entre si con una mirada cómplice. Ahora creo que era como una pequeña venganza hacia sus maridos, que nos miraban embobados.
¡SÍ, PAPÁ ES UN SAPO!
La comadre María hablaba con un tono tan sabroso y se expresaba como una dama muy culta y educada ella fue en realidad la primera maestra que ayudó a “desburrizarnos”.
Presencié el nacimiento de los trillizos que parió la Democracia ¿O los abortó? Los tres pequeños monstruos que devoraron a la madre.
Mi tío Paúl Velarde era copeyano, el compadre Esteban era de U.R.D. El Señor Otto Palma de AD, Mi papá Vladimir Popovich; que de ruso sólo tenía las ganas; era comunista, era el clandestino. Toda mi vida me he preguntado: ¿Cómo hubiera sido mi vida si mi papá en vez de comunista, hubiera sido adeco o copeyano?
No me arrepiento de nada. Porque he vivido, sufrido, amado y gozado y mi papá me enseñó a luchar por mis ideales y mis sueños de una vida mejor e igual para todos con pan, techo y trabajo. Pero esta pregunta siempre me anda rodando ¿Que tal si hubiésemos sido iguales al común y corriente de los venezolanos? De los Navegantes del Magallanes o del Cervecería Caracas como todo el mundo, pero no, mi papá odiaba el béisbol porque ese juego era de gringos, las bolas criollas y el dominó juego de ociosos y de bebedores de caña, mi papá sólo jugaba ajedrez, leía libros proscritos, dibujaba y oía música de Tchaikovski, Wagner y Mozart. Un día le dije que había oído a mi tío Paúl decir que él no era comunista nada porque la gustaba la música clásica, vestirse bien y el ajedrez, me contestó que los comunistas también era cultos y educaban sus oídos, que en Rusia todo el mundo era estudiado y había muchos sabios y científicos y todo el pueblo tenía que hacer cultura.
Al frente de la casa colocaron tres grandes carteles de cartón con los retratos de Caldera, Rómulo Betancourt y Jóvíto Villalba, a los pocos días llegó la policía y se llevó los tres avisos, los niños no supimos que fue lo que pasó en aquella tarde, lo que se, es que mi abuelita me dijo:
-Mi amor tenemos que mudarnos, hoy vamos a empezar a recoger las cositas para que no se nos quede nada.
-Abuelita, ¿Qué es mudarnos?
-Es tener que dejar esta casa e ir a vivir a otra parte.
-¡Ay, abuelita!, Pero yo no quiero irme de esta casa.
-¡Ay mi negrita!, Pero no está en mí, es que tú padrino Paúl, consiguió un terrenito, para que se muden tu papá y tu mamá contigo y tu hermanita.
-¿Y tú y mi tío Tiberio?
-Ah, nosotros veremos para donde agarramos, yo me iré para Montalbán y Tiberio en sus andanzas.
-¡Ah, no abuelita! ¡Sin ti, no me voy para ninguna parte!
-Bueno, ¡Ya veremos, ya veremos! ¡Andando a recoger las cositas!
Esa tarde me senté en el patio a jugar con mi nueva negrita, fue cuando me dio un dolor de barriga, tan fuerte pero tan fuerte, que jamás se me ha quitado, cuando me siento triste o nerviosa se me afloja la barriga, los galenos descubrieron después que tengo el colon con recto-colitis ulcerosa de procedencia emotiva, según dijeron los diagnósticos médicos veinte años más tarde.
Estaba pensando, en como seria eso de mudarse, cuando de repente empecé a oír, como piedras que caían en las tapas de zinc que estaban en el patio del lavandero, a pocos pasos de donde yo me encontraba sentada en la lata volteada boca abajo, alcé la mirada para ver quién me tiraba piedras, pensando que serían mis amiguitos, los vecinos de al lado, pero no, no eran ellos, solo pude ver a un grupo como de diez soldados que con unos palos largos tiraban esas cosas como piedras hacia la parte de atrás de las casas, donde se encontraba otro grupo de hombres vestidos con ropa de caqui, que a su vez, con palos más chiquitos les tiraban unas piedras con humo que salían de los palos, después supe que fui testigo de la Batalla de la Bandera, durante la guerra de mil novecientos cuarenta y ocho.
Mi abuelita se asomó al patio, desde allí me gritaba:
-¡Tírate al suelo!
Cuando se detuvo un poco la plomazón corrió al patio a buscarme y me sacó de allí, las vecinas le dijeron:
-¡Por poco y la carajita no la cuenta! ¡Mire como quedó la lata!
-¡Ese fue el Gran Poder de Dios que metió su mano! Contestó mi abuela.
Como a los tres días, mi abuela comenzó a traer cajas de cartón vacías de la bodega, empezó a envolver las tazas y los platos de vidrio en papel de periódico, y los iba metiendo en las cajas. Otras las llenó con sábanas y toallas. No dije nada, pero me volvió a dar el dolor de barriga, me senté en la poceta sin agua, del baño con el número tres que nos tocaba. Después que salí, me dirigí con una bacinilla hacia el envase del agua para limpiar el wáter, pero cuando me asomé al pipote el agua estaba más abajo de la mitad, me subí de un salto y quedé colgando en el pipote del ombligo para abajo en la orilla, cuando metí la mano con la bacinilla, me fui de cabeza al fondo de la pipa de agua. Yo había visto el cielo y las nubes, que se reflejaban como en un espejo en el fondo del pipote; cuando empecé a ahogarme, sentí como si pasara por las nubes, era algo así como una película a toda carrera desde que nací hasta ese día, veía a mi abuelita abrazándome, besándome y lloraba. Cuando desperté, mi abuelita estaba llorando de verdad y me abrazaba, ella no sabía si reír o llorar, al ver que yo había resucitado.
La señorita Graciosa hizo un comentario que dejó a todo el mundo con la boca abierta:
-¡Una niña de seis años! ¡Tan chiquita y ya intentó suicidarse! ¡Eso es porque no se resigna a mudarse!
No sabía qué querían decir esas palabras, pero sé que eran mentiras de esa vieja ¡Urraca! ¡Muertera!. Una navidad esta señorita me regaló una muñeca de porcelana; que fue muy importante para mí, pues con ella yo mantenía conversaciones como si fuera una niña de verdad.
Como yo era sobrina y además ahijada del dueño de la residencia. la gente, por congraciarse con mi tío, me daban obsequios; cosa que a el le importaba un pepino, supe que me quería; más tarde me lo demostró, pero eran tan, pero tan tarde, que pienso que no hubo tiempo para rescatar ese amor.
La casa estaba llena de vecinos, venían a saber como estaba yo, mi abuela daba gracias al Poder de Dios y a mi amiguita Alicia Mendoza quien había visto cuando yo caía al pipote, dio la vuelta corriendo por la puerta de adelante y fue a avisarles a mi abuela y a los inquilinos de la casa.
Cincuenta años más tarde, le dije a Alicia recordando aquel incidente.
-Alicia, muchas gracias ¡Que me salvaste la vida!
Gran dolor de mi vida que me hizo sentir culpable mucho tiempo, fue un hecho que marcó el nacimiento de mi “uso de razón”; como decía mi abuela, porque ese día fue que comencé a “meter la pata” a darme cuenta de ello, cuando empecé a vivir en función de los demás, a hacer lo que los otros querían; quería que me perdonaran hasta por haber nacido, que me amaran. Siempre fui impulsiva y medio loca, esto no lo toleraba mi mamá, por eso creo que me sacaba el cuerpo. Esa tarde yo estaba en el patio de cemento jugando fútbol con una lata de jugo. Y mi abuela se asomó a llamarme, pero en mala hora, en ese preciso momento, chuté la lata y le metí el gol en la vena de la pierna derecha de mi amada abuelita, y se le paró aquel chorro de sangre, allí se le formó una llaga varicosa que le duró más de quince años, ese mismo tiempo se mantuvo esa llaga en mi corazón, hasta que la operaron y se curó del todo. Cada vez que recordaba que yo era tan mala que le había herido la pierna a mi abuela que tanto me quería, se me revolvía la llaga del corazón y me hacía más culpable. Hoy logré revertir estos pensamientos y soy libre.
Llegó el día y la hora en que debíamos mudarnos a la casa nueva. No recuerdo como sacaron los muebles sólo me acuerdo de dos hombres que llevaban la parihuela; una especie de camilla como las que cargan a los santos en las procesiones, estos hombres llevaban en sus espaldas toda la lencería, ropas y loza de mi familia. Caminaban rápido. El hombre que iba adelante, señalaba el camino y los posibles baches que encontraba y gritaba:
-¡Ojo, mierdeperro a la derecha! ¡Hueco a la izquierda! ¡Montón de tierra al frente!
Mi mamá, iba montada en la camioneta de la Tintorería Universal Dry Cleaning, del Señor Héctor, ella llevaba a mi hermanita cargada y las cosas de mano, también se adelantaron.
Mi abuelita y yo íbamos a pie, detrás de la carreta del negro Juan, donde iban los muebles de paleta, el escaparate, la cocina de kerosén, el primo de gasolina, la batea, las ollas y demás trastes de cocina, las camas, los colchones y una lámpara de carburo. Cuando pasamos la larga calle de macadam y ya íbamos a cruzar hacia la carretera, volví la mirada para darle un último adiós a mi amada casa y a mis amigos, que quedaban allí para siempre. En lo que la carreta cogió la curva, dio una sacudida tan fuerte que parecía que las cosas iban a caerse ¡Sí, cayó algo!, mi hermosa muñeca de porcelana, que se volvió añicos en el suelo, el viejito se bajó del carromato, apenado, pero allí fue donde, empecé a sufrir y a disimular, dije:
¡Gracias a Dios que se rompió!, así no llevo recuerdos de la señorita Graciosa.
En ese momento sentía que yo estaba rota, como la muñeca, había dejado atrás mi dulce infancia .Caminando esa larga y polvorienta carretera, que iba desde El Triángulo hasta el Cementerio, había que pasar por la vaquera, que era una sabana, en los terrenos donde hoy se encuentra la escuela Gran Colombia.
Calle arriba, con aquella tierra roja y seca, que nos llenaba los ojos y los pulmones de pánico, aquella soledad espantosa que secaba el alma.
De repente levanté la mirada y vi lágrimas en los ojos de mi abuela y le pregunté:
-Abuela, ¿Estás llorando?
-No mija, fue que me cayó tierra en los ojos.
-¡Ay, abuela!, creó que a mi también me está cayendo tierrita de esa.
Y lloré desconsoladamente apretada a mi abuela hasta llegar a la Avenida Los Totumos, de la Urbanización Los Castaños.
- Allí sollozando dije: ¡Ay, abuela que calle tan fea, con esa zanja en el medio!
-No, mija, tan fea no es, fíjate que cuando llueve por aquí baja una quebrada muy linda. ¡Y mira! ¡Tiene bastantes matas de tapara!
-Abuela y ¿Aquel cerro? –pregunté-
-Mija, ahí mismito, al pie queda la nueva casa y por allí nace el arcoíris.
-¿Y cómo es?
-Bonita, tiene una pared de ladrillos rojos como un castillo de cuento y tiene un corral con matas de frutas y un jardincito que llenaremos de flores.
-¿Cuándo la viste?
-Anteayer cuando vine a traer las matas y los pipotes del agua.
Seguimos andando cabizbajas, atrás había quedado un pedazo de vida grande, pero muy grande. ¡Figúrese una vida de seis años! Por eso hoy le tengo tanto cariño a los expatriados, a los refugiados, a los que tienen que huir de un tirano; así me sentí yo aquella triste tarde en que adquirí uso de razón. En ese entonces yo no sabía el motivo de la mudanza, pero después mucho más tarde, agradecí a mi tío que nos hubiera “ayudado” a mudarnos solos.
Cuando por fin llegamos a la “casa” casi me da un infarto, el dolor que me dio en el pecho fue tan grande que en seguida se me bajó para la barriga y lo primero que conocí de la casa fue el baño; un cuartico de tablas que no tenía techo y por el que se veía el cielo, sino hubiera sido por la tristeza que me consumía, me hubiera resultado bello.
Mi abuela corrió detrás de mí, y me abrazó fuerte hasta que terminé de desocupar mi intestino. Mi mamá que nos vio llegar dijo:
-¡Ya está la muchacha esa cagando! ¡Eso es lo único que sabe hacer!
-Ese día fue que conocí a mi mamá y empezó a intervenir en mi vida.
¡Aquella casa! ¿Eso era una casa? Sólo era una pared alta y larga de ladrillos anaranjados, con tres huecos en el frente que hacían de puertas y ventanas, tapiados con trozos de tabla clavada. Entrando, un cuarto a la izquierda con el piso de granzón y detrás otro cuarto con el piso de tierra, los techos de asbesto, después un cuartito de baño que era una letrina con poceta a cielo abierto, la cocina era de tablas, cuando llovía se inundaba y tenía que colocar tablas en el piso para poder caminar, Mi abuela decía:
-“Yo trabajo en las tablas”_ refiriéndose jocosamente al teatro_
-¡Por favor! Abuelita ¿Cómo vamos a vivir en esta casa tan fea? ¿Cómo se llama esto?
-¡Mija esto se llama rancho! ¡Pero es tu casa propia, aquí no hay ni un clavo ajeno, aquí no quedaron llantos ni suspiros ni lágrimas ajenas, estás estrenando casa nueva, ya verás! Tu casa se llenará de pájaros, de flores y mariposas en el jardín y en el corral y tendrás tu perro y un gato si quieres.
Pero mi abuelita era muy valerosa, habló con el señor Tobías y le pidió fiados unos sacos de cemento y un camión de granzón y a los pocos días teníamos piso en toda la casa y matas en el patio y en el cerro, mi mamá que había sacado a crédito una máquina de coser Singer, se puso a hacer cortinas y pronto aquel rancho se fue convirtiendo en casa, fue tomando forma de hogar. Donde viví una vida llena de altibajos hasta los veinticuatro años.
Un domingo llegó mi tío Paúl con cuatro hombres y “tiraron la placa”, así se decía en argot de albañilería, hacer la platabanda de la casa, también instaló la luz eléctrica; mi tío lo hacía porque allí vivían su madre y su hermana, porque mi papá, no hacía nada porque estaba enfermo, además estaba ofendido porque mi tío nos había corrido de su casa, porque era comunista.
A mi papá tuvieron que operarlo, entonces empezó a venir gente a la casa, todos esos políticos viejos ahora, pasaron por mi casa conspirando contra el gobierno de Pérez Jiménez, a unos cuantos presidentes de la república, los conocí cara a cara, a senadores y diputados. Ahí conocí a un dirigente comunista que tenía diez fluxes y corbatas del mismo color y le dijo a mi papá que eso era para que la gente creyera que tenía un solo traje y no lo criticaran.
Cada veintiocho días sentía el paso de la luna, mi abuelita me decía:
-¿Qué tienes mija?
-¡Ay abuela unas ganas inmensas de llorar que no me aguanto!
-¡Pero mija! ¿Y que piensas? ¿Qué te pasa?
-Abuela, siento una cosa aquí en el pecho como si yo fuera de otra parte, y me hace falta mi gente, mi casa es como si me faltara un pedazo de algo, es como si estuviera flotando en el aire.
-Eso se llama melancolía. ¡Llore mija, llore su luna! Usted es una niña poeta, porque usted no es de este mundo, segurito usted vino de otra parte.
Mi abuelita, para alegrarme la vida me consiguió un lorito muy bello al que le pusimos el nombre de “Socorrito”, que vivió como siete años hasta que murió electrocutado, picoteando los cables que llevaban la corriente eléctrica a la casa, y hablaba y contestaba a las preguntas que uno le hacía. Después tuve dos perritos: “Taurina” y “Flamenco” y un gatico negro con un lunar blanco en la frente al que llamamos “Nochecita”
Mi papá llegaba del trabajo y se metía en su cuarto y después de comer se montaba en su cama a leer, muchas veces me subía a su lado y me leía algo de lo que estaba observando, a veces me daba un beso; antes no se acostumbraba hacerle cariño a los muchachos ¿Y un hombre a una niña? ¡Mucho menos! Poco a poco me iba enseñando las palabras y me dejaba ver las estampas de los libros, allí nació mi gusto por la lectura, muchas veces me quedé dormida sobre la barriga de mi papá y mi abuela venía a buscarme para llevarme al primer cuarto. Amé a mi papá con toda mi alma. Un día sorprendí a mi abuela cuando le dije:
¡Gracias a Dios que nos mudamos solos! ¡Porque al fin conocí a mi papá y a mi mamá!
SITIO WEB DE LA IMAGEN: http://edibeavellaneda.blogspot.com/2010/09/retazos.html
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