AREPAS AVENTURERAS
Por: Gladys Laporte
Siempre llegaba tarde a la escuela, pero no era mi culpa; eran las circunstancias; tenía ese privilegio, las maestras no me regañaban por eso; cuando era niña nunca supe por qué; eso lo supe más tarde. Mi abuelita se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana para moler el maíz, hacer las arepas y hallaquitas para vender; pero este negocio lo hacía a escondidas del vecindario y de la familia nuestra, porque mi abuela era pobre vergonzante; como ella misma decía. Resulta que mi papá nos mantenía a todos con su salario, pero como la Seguridad Nacional allanó nuestra casa, papá tuvo que agarrar las de Villadiego, huyendo de la prisión e incluso de la muerte porque si lo agarraban “lo raspaban para el otro mundo”. Quedamos en la más absoluta pobreza.
Mi mamá era una señora muy bonita, muy bien educada y sabía bordar, coser, cantar y poner la mesa en su santo lugar; como la viudita de la capital. Nunca había trabajado en la calle; como decimos ahora, pero en la casa lavaba ropa fina de los ricos y cosía vestiditos para niñas, los cuales vendía en sanes. Mi abuelita era una señora mantuana, de la “crema” de su pueblo pero “venida a menos” por haberse casado con el saltimbanqui que fue mi abuelo: marinero, torero, barbero y sacamuelas. También fue madre de un militar gomecista quien le daba una pírrica mesada y de un torerillo que le daba mucho amor pero más nada. Mi mamá y mi abuela eran muy orgullosas y valerosas y no le decían a nadie la necesidad por la que estaban pasando; por esta razón ellas hacían ese arepero.
Últimamente mi abuela se paraba sola a hacer las arepas, pues mi mamá vomitaba mucho, porque y que estaba esperando, ¿Esperando qué?- pensaba yo ¿Qué sabía yo lo que mi mamá estaba esperando vomitando. ¿Qué era eso? ¡Eco! Así no quería yo esperar nada.
A eso de las cinco y media de la madrugada mi abuelita me llamaba:
- ¡Margarita párate que se está haciendo tarde! para que te vayas arreglando, pues tienes que llevar las arepas antes de entrar a la escuela.- Mi abuelita me servía un desayuno como para un hombre: Dos arepas, perico de huevo, queso rallado, mantequilla, tajadas de plátano frito, una taza de avena, una taza de café con leche y un cambur. Ella decía que yo tenía que caminar mucho y así tendría energías. Luego me preparaba la merienda: otra arepa con queso y mantequilla, una botella con jugo, un frasco con dulce de plátano o cualquier otra fruta y un cambur, esta merienda la repartía entre mis condiscípulos, pues no me cabía todo eso. Todo me lo metía en el bulto en una bolsa de tela, especialmente preparada para esta función, y lo envolvía en un pañito; (antes no había bolsas de plástico).
Mi recorrido diario era por varias bodegas y bares del barrio. Mis aventuras con las arepas comenzaban al poner un pie fuera de la puerta de mi casa.
Yo le hablaba a la bolsita de arepas y les decía:
-Tienen que portarse muy bien, permanezcan calientitas y sabrosas para que se vendan todas y les gusten más a la gente que las de Doña Juana, que son todas piches y aguadas, no como ustedes que son bellas, redonditas y abombadas; véndanse todas rápido para que mi abuela tenga plata.
En el camino a la bodega me encontré a una vecina que me dijo que quería saber que llevaba yo en esa bolsa y le contesté que si me pagaba un bolívar se lo enseñaba. La vieja me dio el bolívar y le enseñé la bolsa de las arepas, cuando le conté a mi abuela se puso muy molesta y me dijo que eso estaba muy mal hecho de parte de la señora y mía, que eso no se hace. Qué ella misma le iba a devolver el bolívar a la señora y le diría sus cuatro cosas.
Mi abuela mandaba en cada bolsa nueve arepas por un bolívar, cada arepa costaba una locha y el bodeguero se quedaba con una locha de ganancia, pero saben ustedes ¡Todo lo que se podía comprar con un bolívar! He aquí una de mis listas de compras: Una locha de queso blanco duro, para rallar, una locha de mantequilla, tres puyas de azúcar y dos de sal en grano, medio de café en polvo, tres puyas de kerosén, una de bicarbonato; para mi mamá que seguía vomitando, una puya de cambur y mi abuela me gritaba cuando ya iba calle abajo:
-¡No se te olvide pedir la ñapa, agarra la lata con una mano para que no se te ponga la comida hedionda a kerosén! Y también lo escribía mi abuela con su hermosa letra Palmer, en un trozo de papel de bolsa marrón toda embarrada de manteca. Imagínese la falta que nos hacía un bolívar.
Como era tan temprano yo pasaba a dejar las arepas por las casas de familia, porque las bodegas estaban cerradas aún.
Muchos me entregaban el dinero del día anterior y una que otra arepa “fría”, pues no se habían vendido todas. Mientras yo esperaba en la sala de las casas, con mi ojo revisor, veía y cataba todo lo que estaba al alcance de mi inquisitiva mirada. Empecemos con Natalia la portuguesa, cuya bodega era la más cercana a casa y funcionaba en un garaje.
– Boos días caraxita ¿Cómo están la mai y la abolita? -Me decía en su español todo enrevesado. Le contesté:
-Están muy bien, mi abuelita le manda a decir que me de el bolívar de ayer, que tengo que comprar una carne. -Natalia se fue adentro a buscar los reales y guardar las arepas.
Ella tenía una hermosa gata negra de yeso, que adornaba con un gran lazo rojo y un cascabel dorado en el cuello, que todos los días yo hacía tintinear pues me gustaba mucho la musiquita. Pero un día sin saber como, se le cayó la cabeza a la gata y yo me iba muriendo del susto creyendo que era por mi culpa, rápidamente recogí la cabecita con mucho cuidado y la monté sobre el cuello del animalito, pero se me olvidó colocarle el lazo y el cascabel, Como sentí que ya Natalia volvía, agarré los adornos y los eché en una bolsa de arepas, para que ella no se diera cuenta. La gata estaba colocada sobre la mesita de centro del juego de recibo, que era un juego de “paleta” pero estaba pintado de rosado, primera vez que los veía pintados de color, pues todos eran marrones barnizados y además estos muebles tenían calcomanías con florecitas en cada palito del mueble y en los brazos y espaldares muchos pañitos tejidos en punto de cruz. En la pared del frente un cuadro inmenso de la Virgen de Fátima todo lleno de huequitos, con un bombillo por detrás, se veía bien bonito, pero a mi no me gustaba, porque seguro que esa virgen era portuguesa y segurito le hedían los pies a queso parmesano y los sobacos a pimienta como a Natalia, a mi me gustaba la Virgen de Coromoto; del almanaque que tenía mi abuela del lado arriba del molino, que olería a raspillo de arepa, pero seguro que se bañaba, como mi abuelita, a las cuatro de la mañana antes de ponerse a hacer las arepas. Se me olvidó que había guardado los adornitos de la gata en una bolsa de arepas y quien sabe a quien se los entregué, nadie me dijo nada, pero al día siguiente cuando llegué a casa de Natalia ella me preguntó:¨
-¿Caraxita, vosé vio un lacito y un cascabel de mi gatita? Le contesté:
-No Natalia, le juro que no lo he visto. La conciencia me remordía, yo no pensé robarme esas cositas, pensaba devolverlas, pero se me perdieron y eso que fui preguntando de bodega en bodega si habían visto los adornitos, nadie me supo dar razón. Aprendí a no tocar las cosas ajenas.
Al fin lograba salir de la casa de Natalia y llegaba a “La Cumplidora”, el dueño de la bodega era un español, gallego para variar, a quién también le “jedían las patas”; como decían en el barrio. La dueña de la casa me recibía las arepas todos los días refunfuñando, y gritaba diciendo:
- ¡Yo alquilo el negocio, pero no para estar recibiendo arepas gratis! Porque a esa hora el Musiú se estaba afeitando, mi abuelita, que era una gran estratega, al contarle lo que pasaba, me dijo que desde ese día iba a mandarle diez arepas al gallego, para que yo le diera una a la vieja Teresa y recibiera las arepas contenta. La señora al principio me recibía con la puerta entre junta y solo sacaba la mano para recibir la bolsa, pero ahora me hacía pasar adelante, abriendo la puerta de par en par, entonces me quitaba la bolsa de las manos, la cual mi abuela había marcado con un lacito de hoja de maíz, para que yo no me equivocara cuando la sacara de la bolsa grande. La vieja casi me arrancaba la bolsa de las manos y jorungaba todas las arepas y las manoseaba y las medía con la mirada para escoger la más grande y gorda, babeándose de hambre. ¡Eco¡, pensaba yo, - no comería arepas de esa bodega, ni que me las regalasen, esa señora tenía las uñas sucias de mugre, y las manos manchadas de carare y además cuando me abría la puerta aún no se había lavado la cara, ni la boca, ni otras partes del cuerpo y salía un vaho caliente y mal oliente que me daba ganas de vomitar, pero yo echaba el ojo para el patio de la casa que tenía ese poco de puertas y ventanucos, cada uno era una pieza; como decían antes y dentro vivían familias hasta de cinco muchachos, conocía a algunos, pues estudiaban en mi escuela y me admiraba, de cómo vivían todos amontonados, comían, hacían pupú y orinaban en el cuarto de la misma habitación, ¡Eco¡ ¡Qué asco¡.
Después pasaba para enfrente, allí no debía entrar porque esa era una casa “mala”; según decía mi abuelita, en las mañanas vendían desayunos a los obreros de la fábrica VanDam y por las noches vendían aguardiente y jugaban barajas, dominó y caballos y había “ficheras”. Las fichas que conocía yo eran las del Ludo y me imaginaba que las mujeres repartían las fichas a los hombres para que jugaran.
Tres años después; cuando llegó la televisión, en el bar ponían la lucha libre y el boxeo. ¡Sucedía cada show! porque las esposas iban a sacar a sus maridos por las mechas y allí se armaba la de “San Quintín” Mi abuela me decía:
-“Es la chusma alegrando el patio”. Allí se hacía buen negocio, mi abuelita llevaba veinte arepitas de chicharrón, que eran a medio y las vendían como pasapalos por las noches. Esa venta la llevaba mi abuela personalmente y se las entregaba a la esposa del señor Napoleón por el lado de la casa de familia, nunca por la taberna.
Por las mañanas yo sí entraba al botiquín para ver la gran cantidad de botellas con líquidos de todos los colores y que el Gafo Rufo iba acomodando en los anaqueles, todo el mundo decía que el gafo era así, porque su mamá se fajó la barriga cuando estaba en estado, yo no sabía que significaba eso pero se lo oía decir a la gente. Este muchachito como de unos trece años, rubio, blanco, con unos ojos verdes preciosos, pero falto de entendimiento estaba enamorado de mí y colocaba el mismo disco en la rockola que era mi adoración... “Me gustan las flacas y las delgaditas...” Me fascinaba ver cómo una mano invisible colocaba los discos chiquitos en esa especie de picot; lleno de luces de colores, para que sonaran.
El Señor Napoleón era taurómaco; como mi familia y en el bar tenía afiches de corridas de toros, cuadros de toreros entre los que se encontraba uno de mi tío Tiberio, una cabeza de toro de verdad con cachos y todo, varias banderillas y un cuadro de la Virgen de La Macarena llorando. El Salón estaba en semipenumbra y daba una tristeza tan grande, como si acabaran de sacar el muerto, esa misma casa donde por las noches las risas y alborotos se escuchaban a tres cuadras a la redonda. Entregaba las arepas y me iba corriendo porque se me iba a hacer tarde, pero todos los días hacía lo mismo. El Señor Napo, el dueño del bar, era gordo, bajito y tenía una cabezota como la de “Doc.” el de la comiquita y él nos decía que dos huequitos que tenía en la frente, se los habían hecho dos tiros en la guerra de España.
Una noche de esas en que entré escondida al bar; porque después que mi mamá y mi abuela se dormían yo me escapaba por la ventana para ver la televisión. Cuando estaban en plena fiesta pude ver como los hombres que jugaban en las mesas, bebían aguardiente y se sentaban a las mujeres en las rodillas, estaba escondida debajo de la barra pero podía ver todo el panorama, esa noche se armó un pleito tan grande que todos los hombres se cayeron a golpes y a botellazos y vino la policía, se llevaron presos a unos cuantos y un policía me descubrió debajo del mostrador, llamó la atención al señor Napo, porque permitía que menores de edad entraran a su taberna así es que me llevaron a la estación de policía y me decían que me iban a entregar al Consejo Venezolano del Niño, pero como a las diez de la noche llegó mi abuela a buscarme, mi mamá me dio mi consabida paliza. Después me estuvo amarrando con una media de nylon al copete de la cama, para que no me fuera para la calle de noche.
Cuando llevaba las arepas, yo iba cantando por la calle una canción que le compuse a mi abuela y decía así:-
“Mi abuelita linda, huele a arepa raspillada
Cuando era joven, fue una flor muy delicada
Ahora tiene las manos callosas
Y la narizota ahumada…”
¡Ah, porque mi abuela! El ser más bello, más dócil, más humilde que haya existido jamás, me contaba que cuando joven había sido muy pretenciosa y por eso su nariz se le había puesto así de grande. La nariz de mi abuelita era como la de la bruja de Blanca Nieves, pero adoraba a mi abuela y ella a mí. Cuando le componía mis versos y mis canciones se reía y hacía que me pegaba, estirando su dedo índice dándome “lepes” leves golpecitos en el antebrazo y me decía:- ¡Ah muchachita inventora carrizo! Mi abuela jamás me pegó ni me criticó, ella me adoraba, así lo sentía yo.
La próxima bodega que visitaba era la Estrella Roja; que era un abasto grande, cuyo dueño era el señor Gonzalo, grande, blanco, gordo y colorado, era camarada de mi papá, quien me esperaba detrás del mostrador con un sartén lleno de mortadela frita, enseguida sacaba dos arepas de la bolsa y las rellenaba y allí mismo se las comía, bufando como un toro; tomándose un tarro de guarapo caliente. Al abasto le había puesto ese nombre pero no así tan clarito, como eran tiempos de la Dictadura, el señor Gonzalo quiso ser más vivo que la SN y le pintó el nombre disimulado: Una estrella grande sin color y al lado las letras así: Abastos La * Roja, el creía que nadie se daría cuenta, pero por eso se lo llevaron preso para Guasina. A casi toda la gente mayor que yo conocía se la habían llevado para Guasina. Me gustaba mucho ese nombre y lo encontraba muy divertido, porque a veces mi abuela me decía:- Muchacha guasona, eso es muy feo una niña guasona, pero a mi más fea me parecía la palabra, entonces decidí que yo no era guasona, sino guasina. Yo no sabía que era eso.
En una mañana de esas que fui a llevar arepas, vi como la Seguridad Nacional se llevaba preso al señor Gonzalo, el pobre hombre cargaba el sartén en la mano esperándome, pero ya había aprendido a mantenerme lejos de los esbirros y crucé la calle rapidito. Más nunca volví a ver al señor Gonzalo.
Después cruzaba para la otra acera y entregaba las arepas en el Bar Restaurant Capana que tenía dos puertas, una que decía Entrada familiar y otra con letras de luces rojas que decía Bar, que era por donde entraban los borrachos. Allí pasaba la tarde y la noche mi tío Manuelito; que no era mi tío de verdad sino un gran amigo de mi tío Tiberio y yo lo llamaba así. Hoy vi a mi tío Manuelito después de casi cincuenta años y está igualito; creo que conservado en alcohol. En este negocio tenían gran cantidad de bandejas llenas de varias comidas para rellenar las arepas, que tentaban el paladar de las pobres gentes que iban a trabajar por la mañana. En una gran caja de vidrio se veían los distintos platos: carne esmechada, queso blanco rallado y en tajadas, queso de mano, trozos de jamón, papas rellenas, chorizo con tomate y cebolla, ruedas de morcilla frita, ensalada de aguacate, queso amarillo en rebanadas, mantequilla, salchichas guisadas, caraotas refritas, cochino frito y guisado de chicharrón. Confieso que durante varios meses lamí el vidrio de la vitrina, hasta que un día me descubrió la cocinera, que era una señora negra, gorda y chiquita y un domingo al salir de misa llamó a mi abuela y le dijo:
-Mire señora, la carajita suya se la pasa lambiéndome los vidrios de la arepera y los ensucia todos con saliva. Mi abuela al llegar a la casa me lavó la boca con jabón azul y me estuvo llamando cochina como un mes y me decía:
-Y ella que se la pasa con el “eco” en la boca, porque todo le da asco, muchacha, no eres nada escrupulosa y todo le da ganas de vomitar, se la pasa arqueando con náuseas, ¡Guá lo que eres es una rolo de cochina ¡
Sin embargo cada vez que podía “lambía” el vidrio; como decía la cocinera, pero sólo un poquito y sobre todo donde estaba la bandeja del “frito” porque en mi casa no preparaban eso.
En ese negocio estaban unos banquitos redondos, que daban vueltas, yo me sentaba en uno y me daba “colitas”, mientras esperaba los reales de las arepas, pero la negra cocinera, me estaba “cazando” para ver si yo “lambía” la vitrina o no. Ella estaba muy pendiente de mí, pero en lo que se descuidaba, yo daba mi vuelta rapidito en el banco y ¡zas! le pasaba la lengua al vidrio por enfrente de la bandeja que tenía el frito y me relamía de gusto. A mi me gustaba mucho el frito, ( después de vieja descubrí que a eso lo llaman tere-tere y es el plato típico de Guarenas y Guatire) porque una señora vecina de mi casa lo cocinaba y siempre le mandaba un platico a mi abuela, pero ella se lo daba al perro, porque y que eso no era comida para gente, ya que era bofe, pulmón, riñón, tripas y vísceras del cochino, pero a mi me encantaba, y bien lleno de aceite con onoto, aliñado con tomate, cebolla frita, bastante comino y ajos. Muchas veces cuando la señora me daba el platico con el frito; para que se lo llevara a mi abuela, me lo comía detrás de la puerta, entonces le pasaba muy bien la lengua al plato, lo dejaba limpiecito y se lo entregaba a la vecina, diciéndole que mi abuela le daba las gracias y le devolvía su plato “fregado”. Pero esta afición por el frito la perdí, una mañana, que entre vueltas y vueltas y “lambidas” en el bar Capana descubrí a una enorme cucaracha, paseándose “muy pancha” por encima de mi plato favorito, ese día no pude ir a la escuela y llegué a mi casa vomitando, mi abuelita me preguntó: ¿Qué te pasó? ¿Qué comiste en la calle? –Nada abuela, es que estoy “esperando” como mi mamá, mi abuelita se moría de risa y me preparó un guarapo de hierba Luisa y me ofreció purgarme con LAXOL, por si acaso era un ataque de lombrices.
Hoy no puedo ver un plato de frito, porque me dan náuseas y eso que a estas alturas he tenido que comer bachacos, gusanos y lombrices; cuando anduve por Cacuri en el Amazonas.
¡Ah¡ pero aún no he referido mi paso por los últimos negocios, de los cuales no voy a relatar todos los que me faltan porque se haría interminable esta historia.
La Frutería La Lucha. ¡Ah no! Al lado de ésta quedaba la más hermosa tienda del mundo; no era un quincalla, como decíamos antes, era una tienda moderna se llamaba Casa Tita y tenía una vidriera como la de las tiendas de la Avenida, más abajo quedaba la Quincalla de la Señora Luz, pero no era una tienda de verdad sino que funcionaba en una habitación de la casa de familia y allí sólo vendía encajes, botones, hilos y cierres y en navidad esos San Nicolás de limpia pipas con dos paticas abiertas y la carita rosada. Pero esta nueva tienda de que les hablo era como el drug store del barrio, una tienda de centro, con clase, tenía dos vidrieras adentro; una con la mercería y la otra llena de toda clase de juguetes, también vendían Frunas. Vacavieja, gomitas, chupetas, Café olé, Susy, Miramar, chocolates, Cocosette y Ping Pong como en el cine. Vendían medicinas de venta libre como Cafenol, aspirinas, pastillas de sen, píldoras del doctor Ross, Sal de fruta y otras cosas. Las dueñas eran dos señoras isleñas, una vieja; la madre viuda y la hija más joven separada y un abuelo más sordo que una tapia. Cuanto juguete nuevo había, ahí lo tenían, esto era para extasiarse, muñecas, trompos, yoyos, perinolas, una zaranda con siete enanos verdes, soldaditos de plomo y de plástico, indios y vaqueros, globos de colores y una patrulla de cuerda que me tenía fascinada; también tenía un maniquí, que era una muñeca grande del tamaño de una persona y allí mostraban los suéteres y faldas que tejían las dos mujeres a crochet con hilo Carmencita, mi mamá se compró un conjunto de esos y los pagó por abonos. Eran carísimos: ¡Diez bolívares! Si por mi hubiera sido habría pasado frente a esa vidriera el resto de mi vida, pues me imaginaba que así debía ser el cielo, un sitio de donde uno no quería irse nunca.
Pero se me hacía tarde, tenía que ir para la escuela, entonces me acordaba que debía entregar las últimas arepas y echaba a correr, entraba corriendo a la frutería de cuya puerta colgaban racimos de plátanos y cambures, de mamones, de ciruelas semerucas, un cartel con una linda muchacha que promocionaba un jugo enlatado, pero Braulio le recortó el nombre del jugo, creo que para que la gente le comprara sus frutas, que relucían brillantes en los guacales, mangos, mandarinas, naranjas, nísperos, aguacates, tomates, cebollas y muchas verduras. Recuerdo una que jamás he vuelto a ver y se llamaba quimbombó y que mi abuela preparaba rico con arroz. También tenía velas en un cajón en el suelo, vendía velas de sebo amarradas como un manojo por las mechas que sobresalían y vendía manteca de cochino fresca en botellas, manteca vegetal que tenía en una lata abierta y de donde lo vi sacar un ratoncito vivo y enmantecadito. En una tapara con agujeros y pintada de colores vivos, tenía unos caramelos a los que llamaban pirulí y del techo pendían unas espirales de cinta pegante, donde atrapaba a las moscas y a los pegones que venían a molestar sus frutas. Yo le gritaba al isleño:-¡Braulio! a mi abuela que le mande por las arepas de ayer una lata de sardinas de la de a tres lochas, una vela de sebo, medio de manteca de Los Tres Cochinitos vegetal, no de cochino y que de lo que le quede me de para comprarme la tunja de la merienda y el fresco. (Esto cuando mi abuela no me preparaba la merienda) ¡Apúrese que es tarde! Allí dejaba la bolsa de las arepas y la pasaba recogiendo al mediodía junto con el mandado de mi abuela. Usaba mi bulto de libros a la espalda; como los varones, para poder llevar las manos libres para cargar las arepas y los mandados. Al dejar la frutería “la puyaba” y pegaba una sola carrera para adelantar las cinco cuadras que me faltaban para llegar a la escuela, donde llegaba jadeando con la lengua de corbata, a pegarme del bebedero. La señora Amparo la bedel de la mañana, siempre me saludaba preguntando:
-¿Cómo sigue tu mamá?
-¡Bien, esperando!
-¿Y de tu papá que han sabido?
-Nada, seguimos esperando… Y de la atragantada de agua que me daba me quedaban unas terribles ganas de vomitar, pero al día siguiente era igual. ¿Y a ti? ¿Te hubieran dado ganas de llegar tarde? Las maestras me permitían llegar tarde porque sabían lo que ocurría en mi casa y eran camaradas de mi papá.
Otra cosa que sucedió con las arepas fue que cuando quedamos tan pobres por el asalto de la SN; mi abuela tuvo que hacerlas y al principio le quedaban gordas, o muy grandes o muy chiquitas, cuadradas, bueno todo un drama, un sufrimiento, unos nervios, hasta que por fin pudo hacerlas preciosas. Mi mamá si las hacía muy bonitas desde el principio.
Las arepas que quedaban “frías” nos las comíamos por la noche, mi abuela las rellenaba con queso o con mortadela y la envolvía en huevo con harina y las freía en manteca de cochino y eso quedaba rico, las llamaba tostadas.
Mi abuela siempre servía la mesa con mantel y ponía todas las arepas en una bandeja, mi tío Tiberio que era “un mamador de gallo” las ponía de canto en la mesa y nos las hacía llegar rodando hasta el plato de cada uno, mientras narraba una carrera de caballos:
- “Ahí viene la yegua Mariposa corriendo por fuera y le gana por una cabeza a Saltarín” Mi abuela se ponía bravísima y nos repetía:
- Con la comida no se juega, eso es pecado.
Mi abuelita me servía los domingos nueve arepitas; que hacía especialmente para mí, con caraotas refritas, aguacate, perico, queso rallado y mantequilla y yo me las comía toditas, por eso tengo esta barrigota.
Mi mamá y mi abuela araron el corral y sembraron árboles frutales y hortalizas, ocumo, yuca, maíz y cosechaban jojotos para comer asado y en cachapas, plantas medicinales y de aliño, ajíes dulces y picantes, que vendían a Braulio el de la frutería y a un portugués que vendía frutas y verduras a domicilio en una carreta tirada por un caballito. También criaron pollos, gallinas y gallos criollos, patos, pavos y obtenían huevos y carnes para consumir en la casa. Nunca pasamos hambre, cuando no había real para comprar el kerosén, agarraban leña del cerro y cocinaban con ella.
Cuando cumplí cuarenta años estuve atravesando una mala situación económica y me acordé de las arepas de mi abuela, hice arepas hasta por los ojos y con ellas logré salir adelante, llegué a ganar más que lo que ganaba en mi trabajo de secretaria. Tanto amo a mis arepas que les escribí un poema que aquí transcribo:
EREPÁ (AREPA)
Pan del trigo de las Indias de Colón
Nombre que te dio el hispano
Pan bendito de la tierra agraria
Pan de Dios y del humano
del que vive y se alimenta
todo el pueblo americano
Pan que brota de la espiga
que en paciente florescencia
engorda la mazorca
del sublime grano
Erepá voz del indígena
Arepa en voz ciudadana
Maná que da el centro de la tierra
arepa en mano del esclavo
Pan de maíz en mesa mantuana
Pan de antiguos sacrificios
licor de libaciones celestiales
Pan unido a la danza de los ritos ancestrales
Tu estirpe regia del Maya
del Inca, del Tolteca mejicano
del Chibcha, de los Caribes
Rey del pueblo americano
En fiestas de las cosechas
con el fotuto, tambor y maracas
se rinde culto a la arepa
de Los Andes a Caracas
Desde Miranda a Guayana
de Margarita hasta Coro
Venezuela rinde honores a su más rico tesoro
De los llanos a las costas
Desde la duna al pantano
Nuestro pueblo se alimenta
del oro de nuestro grano
Erepá en voz del Indígena
arepa en voz ciudadana
Pan del cielo y de la tierra
Pan del Trigo de Las Indias
Maíz sagrado de la tierra americana
No se que será de mí si me llegan a quitar mi arepa.
SITIO WEB DE LA IMAGEN: http://cesarsc3cdc.spaces.live.com
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